Jorge Eduardo Arellano
EL ÚLTIMO libro del máster en Historia Róger Norori Gutiérrez (Managua, Academia de Geografía e Historia de Nicaragua, agosto, 2021) se titula Ciudades, villas y pueblos indígenas en la provincia de Nicaragua, cuya temática específica —el sistema urbano español— ha sido poco abordada. No obstante, existen libros, ensayos y artículos consagrados a León y Granada, primeras urbes hispanas de la América Central, fundadas en 1524 por el conquistador Francisco Hernández de Córdoba. “Ciudades mayores” las denomina Róger, excluyendo a Nueva Segovia, la cual fundó en 1543 el capitán Diego de Castañeda en las cercanías de montañas y corrientes auríferas. Pero incursiones de indios rebeldes, zambos-mosquitos y piratas —a través de los ríos aledaños— obligaron tres veces a sus escasos habitantes a cambiar de ubicación durante un mismo siglo: en 1611, 1665 y 1685.
En realidad, a lo largo de la pax hispánica solo existieron dos ciudades como centros de dominio y disfrute: León, trasladada en 1610 —por falta de mano de obra y catástrofes telúricas— a su actual asentamiento junto al pueblo indígena de Sutiaba, cuyas tierras comunales fueron usurpadas; y Granada. En cuanto a las villas fueron cuatro. La primera, El Realejo, recibió esa categoría en junio de 1547, otorgado por la Audiencia de los Confines. Pero también era puerto a raíz de la masiva exportación de indios esclavos a Panamá y el Perú desde 1526, disponiendo ya en 1534 de veinte carabelas, cuyos dueños eran vecinos de León. El Realejo se destacaba por una relevante actividad comercial y por construir sus astilleros un número significativo de galeras, algunas destinadas a Manilas. A inicios del siglo XVI se contaban 100 vecinos españoles y un buen número de mulatos y negros, tanto libres como esclavos; tres conventos, un hospital y una iglesia. En 1684 el Cabildo de la villa se había extinguido por la poca vecindad y la mucha pobreza para comprar los oficios; y en 1751 el obispo Pedro Agustín Morel de Santa Cruz consideró El Realejo “un resumen de miserias”: la parroquia cuarteada y destartalada, la iglesia de San Francisco cayéndose y el convento de La Merced con siete pesos de renta. Del hospital solo quedaban los cimientos.
La segunda villa fue Rivas, cuyo origen data de 1607, cuando los hacendados del Valle de Nicaragua que comenzaban a sembrar cacao —cultivado por los indios de la región desde hacía ya varios siglos— solicitaron al obispo fray Pedro de Villarreal el permiso necesario para construir un templo bajo la advocación de la “Santa Cruz”. El permiso les fue concedido. En 1657 se contaban setenta familias españolas con sus criados en sus haciendas. En 1717 recibió el título de villa. La habitaban entonces, ya con su parroquia y la ermita de San Sebastián erigida por los mulatos, 127 esclavos, 193 españoles, 238 mestizos, 864 mulatos y 938 indios. A mediados del siglo XVIII las haciendas cubrían todo el Valle y algunos vecinos habían iniciado la expansión ganadera hacia el Guanacaste. En 1778 la población constaba ya de 538 españoles, 554 mestizos, 2,664 indios y 7,152 mulatos. Así que, a principios del siglo XIX, Rivas constituía con León y Granada los núcleos de población española más importantes de la provincia. Por algo el título definitivo de villa le fue otorgado por Carlos III el 19 de septiembre de 1783, permitiéndole el uso de un blasón “compuesto de dos volcanes que se descubren junto al pueblo y Corona Imperial de la Purísima Concepción”.
Asimismo, en la segunda década del mismo siglo, Fernando VII otorgó los títulos de villa tanto al pueblo de Masaya como al de Managua, el 24 de marzo de 1819, por su “fidelidad y lealtad inalterables […] a mi Real Persona”. Al primero con la denominación de VILLA FIEL de San Fernando de Masaya y al segundo con la de LEAL VILLA de Managua. Originalmente pueblos de indios, Masaya y Managua constaban de “barrios”, “linajes” o “parcialidades”, al igual que otros muchos pueblos de indios, todos articulados —como anota Róger Norori Gutiérrez— “en un sistema tributario eficiente y su instrumento básico: la presencia y función de la iglesia en cada pueblo”.
En fin, Norori Gutiérrez analiza en este libro el inicio, evolución y consolidación del sistema urbano, implantado por el régimen colonial español en la región del Pacífico y del Centro-Norte de la provincia de Nicaragua. Bien documentado, aborda detalladamente, desde 1524 hasta 1819, los factores que fueron conformando las ciudades y villas españolas, más los llamados “pueblos de indios”, bajo el control de la Corona (a través del tributo) y de la Iglesia. Con ello, logra una novedosa investigación que tanto hacía falta.
[Aparecido en La Prensa (11 de agosto, 2021) y en Revista de la Academia de Geografía e Historia de Nicaragua (núm. 88, octubre, 2021, pp. 198-200)].