LA FRONDOSA felina del reverendísimo monseñor fray José Antonio de la Huerta y Caso se llamaba Luzbella y era una privilegiada. Habituales consideraciones recibía en el palacio episcopal, además del desmesurado cariño de su eminencia: un docto en teología que le hablaba en latín desde su sillón cordobés de admirable talladura. Los ojos de la animala eran verdes y, al andar por los rincones, despedían luces embrujantes como de topacio. Daba pánico quedarse viéndolos a media oscuridad, pues no parecían de este mundo.
En un Catálogo de los ilustrísimos obispos de Nicaragua y Costa Rica (Granada, Imprenta de la Concepción, 1848) ––elaborado por José Pablo Valiente, oidor que habían sido de la Real Audiencia de Guatemala y de la de México, entonces intendente de ejército en La Habana–– se lee que Huerta y Caso había nacido en el pueblo de Juigalpa. Pero, en realidad, vino al mundo en el barrio de Zaragoza, de la capital española de Nicaragua, el 23 de mayo de 1741. Sus progenitores fueron don Diego Alonso de la Huerta, oriundo de la villa de Santa Eulalia, principado de Asturias; y doña Francisca Rodríguez Caso y Somoza, natural de Santiago de León de los Caballeros.
Pronto el criollo de cepa entró como novicio a la Orden de San Francisco. Tuvo a su cargo los curatos de Juigalpa y Teustepe, e integró el venerable cabildo de la catedral de León, ejerciendo de arcediano, maestre-escuela y deán. Luego ocupó los altos cargos de provisor y vicario general en sede vacante. Nombrado obispo el 24 de julio de 1797, fue consagrado en Guatemala el 27 de marzo de 1798, tomando posesión de la mitra el 6 de junio del mismo año.
Un lustro duró el gobierno del ilustre e ilustrado eclesiástico. De su sólido peculio estableció en el ya centenario Colegio Seminario de San Ramón las cátedras de sagrada escritura, liturgia, historia de la Iglesia, medicina y filosofía. Además, ejecutó otras útiles obras que le granjearon el aprecio y el respeto de la feligresía leonesa. Su saber incluía las letras humanas, sobre todo el arte de componer versos, mereciendo los suyos este juicio de don Pablo Buitrago, a mediados del siglo XIX: El fuego apacible de las imágenes y el sentimiento más delicado eran intérpretes elocuentes de la ternura de su espíritu, especialmente en el género elegíaco, si bien un tanto matizado por los rasgos mitológicos propios de su tiempo muy antes de la independencia.
A su Luzbella dedicó varias octavas reales y ella aparece con él en un retrato al óleo que se exhibía en la sala capitular de la Catedral de León, pero desapareció misteriosamente. A sus tres sobrinas legaría dinero y una casa. En octubre de 1802 divulgó una noticia sobre el guaco, bejuco fibroso cuyo zumo ingerido constituía “un remedio eficacísimo contra las mordeduras de serpientes”. Publicada en la Gaceta de Guatemala, procedía del Reino de Santa Fe. Allí la planta se conocía, desde muchos años atrás, entre negros e indios, lo mismo que en Nicaragua, según el obispo, aficionado a la botánica.
En el citado catálogo se agrega que fue Comisario del Santo Oficio de la Suprema de México y se reconoce sus “bellas cualidades de amabilidad, dulzura, prudencia y moderación”. Poseía tres esclavos y en su testamento les otorgó la libertad, dejando a uno de ellos, Ambrosio Salguero, 200 pesos. Su biblioteca fue avaluada en 650. Administró la diócesis en forma pacífica y feliz. Pero su muerte no se debió a picadura de serpiente, sino a los arañazos de su enfurecida gata romana que le desgarraron la yugular.
El obispo pereció, desangrado, la mañana del 25 de mayo de 1803. Unos refieren que la perversa gata se tornó iracunda al no ser atendida, antes que su amo, en el desayuno, como era de rigor; otros afirman que Luzbella, de centellantes ojos verdes, fue encerrada en un cuarto oscuro y que, al abrir la puerta del cuarto Huerta y Caso, aquella se le abalanzó. Según Rafael Heliodoro Valle, la caprichosa felina fue castigada por haber engullido la colación del prelado: aromático chocolate y pan de yema.
Los tres esclavos domésticos hallaron a la víctima con un trozo de madera en las manos. Al parecer, el agraviado monseñor había tundido a palos a su gataza. Desde entonces, esta desapareció por arte de magia y los leoneses inventaron el siguiente dicho que todavía repiten en Masaya:
––Gata: animala ingrata.